Cierras los ojos.
Te precipitas al abismo, al fondo
de ese océano sin retorno que te ahoga.
Haces examen de conciencia. Comienzas
desde el principio, pero ¿cuándo empezó todo? Y es algo para lo que no tienes
respuesta. ¿Cuándo los problemas se hicieron eternos? ¿Cuándo la pena dejó de
ser pena para abrir pasó al dolor? ¿Cuándo empezaste a hacerte la dura, como si
nada importase? No hay respuesta.
Sigues cayendo, y las lágrimas te
acompañan esa caída tuya sin principio ni final. Piensas que lo que más que te
oprime el alma es ser consciente de que nada volverá a ser como antes. Tú no
has cambio, son los acontecimientos los que te cambian, ambas lo sabemos.
Digan lo que digan las malas
lenguas, son los acontecimientos los que nos hacen fuertes, los que hacen que
crezcamos como individuos. Son los trágicos sucesos los que traen las capas de
nuevo a tu vida, cuan cebolla envuelta en su fiel cobertura protectora, que sin
duda parece ser la solución más sencilla contra todos los males, ¿no es así?
¿A quién tratamos de engañar? A
ti misma. Es un hecho innegable. Miéntete, disfraza la verdad con torpes y
sucias mentiras, pero al final del día, a pesar de que a la mayoría les digas
que ya nada te importa, que tu nuevo plan de vida funciona (sí, ese plan pasota
de vida que decidiste adoptar cuando todo se fue al traste), a pesar de todo
ello, de todas las mentiras, la verdad es que cada noche el maquillaje que
cubre tus ojos acaba cubriendo todas tus mejillas, dibujando en tu piel, finas
líneas negras desordenadas que no son más que la muestra de un desorden alimenticio
del alma, del corazón, al cual no quieres hacer frente.
En tu mano está acabar con todo
la pantomima o seguir mintiendo.
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